Por Mauricio Perva

A escasos kilómetros del centro de la capital, hay un cantón que llevo en mi corazón, es Curridabat. Ahí, tengo las primeras memorias de mi corazón, algunas como borrosas imágenes que tibiamente se asoman y, otras, se despliegan con una exquisita lucidez.

Aquellas memorias que se asoman como bruma en la noche, traen imágenes de una plaza de fútbol en donde hoy está el parque de Curridabat, también las butacas del cine Salas en donde hoy está un supermercado. Otras memorias se van aclarando un poco más, al recordar los turnos en honor a San Antonio, los cuales se hacían en frente de la fachada del templo católico. Aquí, las memorias se van haciendo más reales.

Los payasos, los algodones de azúcar, las manzanas escarchadas y la algarabía nocturna, tienen un lugar especial en mi corazón, pues siendo un niño bastante enfermizo por mi bronquitis, recuerdo muy bien que mis tíos me llevaban al turno, más envuelto que los mismos tamales que se vendían ahí. Un gorro tejido era puesto en mi cabeza y amarrado varias veces en mi cuello, porque abuelita decía que a este chiquito debían protegerlo del sereno.

Este niño, también tiene memorias que hasta ahora contaré, en un salón de baile curridabatense, la famosa Galera.

Yo me crié hasta los doce años en casa de mi abuelita materna en el centro de Curridabat, aunque vivía en San Juan de la Unión, pasaba el mayor tiempo en Curridabat, ahí, 75 m al oeste del antiguo salón Valencia.

Sucede que yo, siendo niño, era el pasaporte para que dejaran salir por las tardes de fines de semana, a unas primas que eran jóvenes, así que no era extraño que ese niño inocente, estuviera bien mudado, con el abrigo y respectivo gorro para ser llevado al parque de Curridabat por aquellas primas que, lo más probable, se verían con sus enamorados, sin embargo, ellas iban más allá, y digo más allá, porque ese infante era llevado hasta la puerta principal del salón La Galera.

Mis memorias aquí, traen imágenes de estar sentado a la par de una gran entrada y comiendo helados o confites, mientras adentro escuchaba música, pero no cualquier música, eran grupos que llegaban a tocar y a armar tremendo bailongo.

¡Claro!, ahora lo comprendo muy bien, aquel enfermizo niño, era el salvoconducto para que las jovencitas, fueran por algunas horas a menear sus tiernos cuerpos. 

Esas memorias se vuelven más claras, cuando los sábados muy de mañana, visitábamos a mi abuelita, haciendo la parada obligatoria en la Galera. Era ya un niño de escuela, ávido de conocimiento, muy inquieto y siempre enfermizo por mi bronquitis.

Recuerdo esos sábados por la mañana, caminando por aquella larga calle que comunica la autopista con el centro de Curridabat. Por aquí una vieja y tenebrosa casa de adobe o bahareque, luego el bar Los Parales, aquí la parada rutinaria sabatina -comprar pan y natilla en la panadería San Gerardo-, luego admiraba la subestación eléctrica, hasta llegar a la ferretería El buen precio y disfrutar de ese particular olor ferretero que tanto me gustaba.

Seguía el camino, había que tener cuidado al llegar al cruce de la autopista que viene desde Cartago por Hacienda vieja. Cruzábamos con mucha precaución e inmediatamente me detenía a admirar a los hermanos Portilla, con sus atuendos llenos de grasa y aceite, reparando los vehículos que, casi siempre, no cabían en el taller.

Seguía el camino, a mi derecha ya no existía el cine Salas, ahora los abarrotes y compradores han sustituido las butacas y a los cinéfilos. 

Ya casi llegaba a casa de mi abuelita, no sin antes entrar por el pasadizo que está alrededor del precioso templo católico de Curridabat, me parecía mágico ese templo, con aquella pequeña barandilla de hierro forjado y los impecables jardines.

Una vez en casa de abuelita, mis tíos me regalaban algunas monedas, este dos colones, aquel cinco y el otro se botaba con un billete color azul de diez colones. Entonces comenzaba mi tour por los comercios curridabatenses, junto a mis primos y hermano.

Entrábamos en la pulpería Amarilys, en donde Edgar y Alex siempre se debatían entre la LDA y el deportivo Saprissa, luego íbamos a la pulpería de doña Bertha, hasta terminar comprado bolis en la pulpería El Danubio.

Casi siempre al lado de la pulpería El Danubio, estaba afuera un hombre bonachón que le decían Papi, dueño de un salón de baile diagonal al templo católico, él a veces, me regalaba un refresco, una deliciosa zarzaparrilla de la Mundial.

Mis memorias más claras, también traen el delicioso olor a pan, en una panadería de una familia guanacasteca que estaba a un lado de la pulpería El Danubio, era de aquellas panaderías con urnas de madera y vidrio. Ahí el aroma era sin igual.

Tantos recuerdos de ese Curridabat de los años ochentas, el depósito de licores El Español, el estanco del CNP, el bazar El Milán, la escuela Juan XXIII, la pastelería Merayo, la imprenta Garino, la mueblería de los Garbanzo, el almacén La Familia, el salón de baile El Ranchito, los partidos de fútbol en el estadio, la feria del agricultor frente a la casa de mi abuelita, y ni qué decir cuando entraba en la zapatería de doña Luxinia Córdoba, y sentir aquel delicioso olor del cuero de los zapatos.

Amaba visitar la casa de mi tía Betsy y su esposo el licenciado Francisco Mata Amador, la casa de la vecina de abuela, doña Miriam, también la casa de mi madrina Martha Eugenia Aguilar Wallen, la casa de la costurera de mi madre, doña Gladys. Casas, todas en el centro de Curridabat.

Años maravillosos, jugando fútbol o basket en el parque, de nostálgicas navidades admirando los portales de las casas y de semanas santas con solemnes procesiones por el centro de Curridabat.

¡Ah…!, y para ir de Curridabat a San José, lo mejor era hacerlo en las famosas chivillas por la pista, era para mí un viaje emocionante, entre brincos y frenazos repentinos.

Tantas memorias de un lugar que, cuando lo visito, saca de mí, suspiros y alegrías.

En 1990, entrando en mi adolescencia, me vine a vivir a Guanacaste, atrás quedaron doce años de una hermosa niñez en Curridabat.

Aquí en esta tierra guanacasteca, la bronquitis desapareció.

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