Curridabat historia, arte y color
Mauricio Perva nos vuelve a sorprender con una hermosa historia que nos muestra el maravilloso poder que Tirrases tiene en sus genes de acoger a las personas necesitadas y cambiar sus vidas.
Actualmente, el leprosario es el Colegio Técnico de Tirrases. Y vemos ahí, todos los días, la vida florecer. Un lugar de refugio, de sanación, de construcción de nuevas vidas.
En una maltrecha puerta de madera, colgaba un extraño amuleto contra los malos augurios, el mal de ojo y quizás, las brujerías que eran muy comunes entre algunas personas de aquel pueblo.
El alba estaba muy fría, una leve bruma descendía misteriosa desde las montañas de Aserrí, y por el camino que apenas se veía entre el matorral, iba con el paso angustiado Melquiades Badilla, solitario, cabizbajo, descalzo, y con la marca de la supuesta brujería en su piel. Su esposa y sus hijos mayores le abrieron aquella vieja puerta de chirraca, para que trazara su rumbo hacia el Lazareto de las Mercedes, allá por donde crecían los árboles de tirrá.
Era preciso sacar la brujería del rancho —pensaba la esposa desde días atrás— mientras una niña de seis años lloraba, sin comprender, al ver la figura de su padre perderse entre la bruma por el camino. Ese llanto iba carcomiendo las entrañas del hombre.
Melquiades Badilla, leproso, caminaba con el alma y la piel en pedazos que iban cayendo, dejando el rastro de angustia entre Aserrí y Tirrases, en donde recientemente se había instalado el leprosario.
El hombre de cuarenta años llevaba el dolor que carcomía su corazón y alma; atrás quedó su rancho, la chacra con el maíz, sus bueyes, el cañal, el viejo trapiche y su güilita de seis años.

La mañana clareó. Entonces comenzó a escucharse el murmullo inquisidor que salía de los ranchos que estaban a la orilla del camino… ¡Ahí va un lazarino!
En la lejanía se veía el Lazareto de las Mercedes, ahí, Melquiades Badilla ingresó en enero de 1912.
Yo lo conocí en Parrita, allá por el año 1942, cuando una tarde de invierno me dio posada en su rancho.
En su piel estaba la marca de pasadas angustias, más su alma había cicatrizado.
La tarde que lo conocí, Melquidades Badilla me contó su triste historia, de aquellos siete años que vivió internado en el leprosario. Yo lo escuché absorto, imaginando cada palabra relatada. Mientras eso sucedía, una bella mujer nos servía café recién chorreado. Ella era aquella güilita de seis años, que lloraba en la maltrecha puerta del rancho, el día que a Melquiades Badilla, su esposa lo echó de su rancho.
Todavía, a Melquidades Badilla en Parrita, le decían el Lazarino.
A él eso no le importaba porque su alma había sanado.
