Ustedes saben que en Curridabat somos amantes de la música, de disfrutarla y hacerla. Y como siempre, en busca de artistas curridabatenses, me reencuentro con mi coterráneo amigo y compañero del Instituto Costarricense de Electricidad, José Luis Amador. En los años 70 interactuamos en presentaciones, yo con mi música y José Luis con su poesía. José Luis era vecino del sector de El Dorado, y era atrevido. Sigue siendo un atrevido. Tal vez lo suyo no fueron pentagramas, pero en el fondo, es uno de esos que le saca música a las palabras. Hoy es un poeta reconocido, que ha centrado letras en el mundo de los pueblos originarios. Acá les comparto un breve relato de su primer pueblo originario.
Por José Luis Amador
Yo creo que estaba predestinado por el hado para ser trompetista. Uno de los grandes, sin duda. Un Miles Davis o un Arturo Sandoval, cuando menos. Pero algo pasó que estropeó mi destino. Y de eso trata esta historia. La única y verdadera historia de por qué no fui trompetista.
Un día de tantos llegué con mi buen amigo Freddy Trejos a la escuelita de música del maestro Epifanio Sánchez, en Curridabat. No podía ser para otra cosa que para mí gloria. Yo estaba seguro. Don Epi había sido maestro de Víctor Hugo Berrocal, Periquín, famoso músico, reconocido en todo el país como notable compositor y director de bandas. Don Epi había sido también maestro de José Luis Ballestero, mi amigo, trompetista de Los Hicsos. Conmigo no pasaría nada distinto, pensaba yo.
Lo primero que nos dijo don “Epi” fue: “aquí van a aprender a tocar instrumentos de viento. Bien pronto se darán cuenta que no todo el mundo tiene embocadura para cualquier instrumento. Lo importante es que poco a poco vayan descubriendo cuál es el instrumento que les corresponde. Recuerden, uno no elige al instrumento. El instrumento lo elige a uno.
Y entonces empezó a explicarnos las diferentes embocaduras. Embocadura enorme la de la tuba y otras embocaduras más pequeñas como la trompeta. Don Epifanio nos había dicho… mientras yo llego tomen cualquiera de esos instrumentos y traten de hacerlo sonar. Ahí poco a poco se irán dando cuenta de cuál es el instrumento que se adapta mejor a la anatomía de su boca.
Yo veía que no avanzaba mucho y que tampoco don Epifanio tenía un gran entusiasmo por mí. Lo miraba más asiduo en la conversación con mi amigo Freddy. Entonces, más ganas sentía yo por aprender. Tratando de estudiar los apuntes, solícito a las indicaciones del maestro, pero nada. Esto es cosa de tiempo, pensaba yo.
Era octubre, mes de inviernos. Recuerdo que acudíamos a la cita bajo aquellas lluvias torrenciales de mi Curridabat. Un día llegué y fiel a las indicaciones del maestro, bajé un trombón y empecé a hacer mis mejores intentos por arrancar sonidos de su embocadura. O sería una enorme tuba, o una trompeta, no recuerdo.
No hacía mucho que había empezado en mi entusiasta intento, cuando irrumpió don Epi y tan pronto llegó, empezó a gritar “Muchacho ¡qué estás haciendo! ¡qué estás haciendo! Yo paré de inmediato y le expliqué… Pues nada. Tal y como usted nos indicó estoy haciendo sonar este instrumento.
– No muchacho. ¡Qué está haciendo! Vuelva a ver sus pies…
No sé en qué hora unas partituras habían llegado al piso y estaba yo parado exactamente encima de una de ellas, con mis botas de tractor llenas de barro, sobre su blancura.
¡Salga! ¡Salga de aquí! ¡Salga inmediatamente de este sitio! ¡No lo quiero volver a ver nunca más! Fue lo último que escuché decir a don Epifanio. Y ahí, en ese preciso instante, terminó mi carrera de trompetista, que, por cierto, no había durado mucho.
No sé cuánto se me dio la pena y el luto por el fin de mi vida como trompetista, pero creo que muy pronto estaba yo involucrado nuevamente en mis estudios y en mi vida de colegial. Ni modo.
Debo decir que un día pasé frente a aquel edificio de madera que era al mismo tiempo oficina municipal, cárcel, escuela de música y no sé cuántas cosas más, allá en Curridabat. Y ahí estaba don Epifanio, con su figura morena no excesivamente alta, arrecostado a la pared, no recuerdo por qué. Y cuando pasé me dijo: “Oiga, cuando quiera vuelva”.
Pensé que sería bueno hacerlo, pero posiblemente el hado había tomado otras decisiones para conmigo y ya estaba yo en otras cosas más bien lejanas a la música. Y no creo además ser de esas personas capaces de llevar varias tareas exitosamente al mismo tiempo y para poder cumplir con mis estudios, no habría podido desdoblarme, aunque siempre soñé tocar un instrumento y la música siempre me fascinó.
Un día supe de la muerte de don Epifanio. Me contaron que había sido un sepelio conmovedor. Yo posiblemente no estaba ya en Curridabat para ese entonces y la vida me había arrancado del pueblito. Pero dicen que la población se volcó sobre el maestro en su despedida y que mientras lo llevaban hacia el cementerio, la trompeta fue colocada sobre el féretro. Debió de haber sido impresionante.
¡Me conmueve imaginarlo!
Curridabat siempre recordará a su maestro de música, don Epifanio Sánchez. ¡Sánchez! apellido indígena de aquel pueblo de raíces antiguas. Sánchez como el indio Sánchez, el famoso dibujante que ilustrara los cuentos de mi tía Panchita, de Carmen Lyra, y Sánchez como tantos otros en Curridabat, orgullosamente descendientes de Currirava.
En lo que a mí respecta, pues, ni modo. Aquí les queda esta historia y ya no hay marcha atrás. Si no hubiera sido por aquel invierno, a lo mejor hubiera sido trompetista, pero en Curridabat los inviernos son así, determinantes. Y las lluvias suelen ser de ese modo, profundas e inesperadas, y en un dos por tres le cambian la vida cualquiera.
Por eso no fui trompetista. Pero me quedó el alma así, como la lluvia.
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