Curridabat en los años 80 era mucho más que un lugar para vivir: era un pueblo con alma. Cada familia tenía un apodo, cada pulpería un dueño entrañable y cada vecino, una historia que contar. Era una comunidad donde todos se conocían por nombre, donde el saludo era costumbre y la confianza parte de la vida diaria.

La comunidad y sus calles

Las calles de Chapultepec, La Colonia, El Piapio o El Rastro eran escenarios de tardes soleadas, llenas de niños jugando sin miedo, mientras los adultos conversaban en las aceras. No había prisa, y el bullicio era de voces familiares y pelotas rebotando.

Los negocios del alma

El tejido social giraba en torno a sus comercios, verdaderos puntos de encuentro. El Bar Jimetre, eterno en su esquina, era el refugio de amigos fieles. El Bar Isabel, pequeño pero animado, siempre tenía ambiente. El Español de Pipa y el Bar La Fortuna completaban la ruta de los parroquianos habituales.

Para quienes buscaban música y baile, estaban el Salón Valencia y el Salón del Danubio y La Galera, templos donde las noches terminaban sudadas de alegría.

En lo cotidiano, reinaba la pulpería de Talico, siempre bien surtida y con el fiado al día. Las panaderías, como la de Mario o la San Gerardo, aromatizaban las mañanas con pan recién horneado. Para las compras más grandes, se recurría al Lonmire, Los Plaques, El Gordo o donde Mariano, según lo que hiciera falta.

Otros comercios infaltables eran La Carreta, El Pescadito y la Ferretería El Buen Precio, parada obligatoria para cualquier arreglo en casa. Y para el hambre diaria, estaban las sodas más queridas por todos: La Chismosa, La Mary y la inolvidable Fermari, donde se servía comida con sazón casera y cariño familiar. No faltaban los gallos de salchichón, los plátanos maduros o los tacos. Y si el antojo era dulce, ahí estaban los helados de natilla donde Don Jesús.

El cine y los rituales familiares

El Cine Salas era otro epicentro social. Ir al cine era todo un evento familiar, y los helados de Chan, artesanales y sabrosos, formaban parte del ritual. El cine no era solo para ver películas: era un momento de encuentro, de comunidad, de vida.

La fe como motor del barrio

La espiritualidad también tenía su lugar vital en el alma del pueblo. Los rosarios organizados por Doña Marielos no solo eran actos de fe, sino verdaderos espacios de encuentro y solidaridad vecinal. Pero también estaba el templo, guiado por la voz firme y generosa del Padre Loría, figura entrañable que dejó huella profunda en la comunidad. Sus misas eran encuentros de reflexión y unión. Con él, la iglesia era más que un lugar sagrado: era una escuela de valores, un refugio, un centro de vida.

El fútbol: pasión de barrio

Pero si algo marcó a Curridabat fue el fútbol. La plaza era nuestro estadio. Sin graderías, sin árbitros, pero con una pasión que llenaba cada partido. Las mejengas eran eternas, y los ídolos del barrio se ganaban ese título con sudor y entrega: Chafirro, Trompas, Chon, Pitín, los hermanos Cisneros, Gallo, Roy Negra, Píldora, Morocho, Kitos, Boli… Nombres que aún resuenan en la memoria colectiva.

Se jugaba con el corazón, con porterías de barro y reglas que se ajustaban con cada falta. La cancha era escuela, templo y escenario de miles de anécdotas.

El Curridabat de hoy

Hoy, Curridabat ha cambiado. Las calles tienen más carros, hay edificios altos, cadenas comerciales, ciclovías, cámaras y parques con diseño moderno. Hay orden y tecnología, pero también cierta nostalgia.

El desafío está en no perder la esencia. En recordar que antes de ser cantón modelo, Curridabat fue comunidad. Que todavía hay espacio para el saludo en la calle, para el vecino que ayuda, para la soda de barrio, para la mejenga sin árbitro.

Conclusión

Curridabat no es solo un lugar: es una forma de vida. Y mientras alguien lo recuerde con cariño —con el alma y los pies llenos de polvo de sus viejas calles— Curridabat seguirá siendo hogar, barrio y corazón.

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